El cristal de la ventana no se lo impedía, y Olivia miraba las
estrellas acostada en su cama. Desde sus ojos, en ellas no se notaba
movimiento alguno, como se puede comprender, por lo que lo
único que era diferente aquella noche eran los copos de nieve que,
"similares a las estrellas", según pensó la joven, descendían,
provenienes de un lugar oscuro, como si de un baile se tratase.
Pero por muy hermoso que fuera, a Olivia no le gustaban
demasiado los cambios, acostumbrada a lo ordinaio, y, a pesar de
estar en invierno, eso la quemó un poco. Aunque no tanto como la
quemaba la luz de la oscuridad, y es que, para amar tanto a las
estrellas de la manera en que lo hacía, ella padecía nictofobia
(miedo a la ocuridad y a la noche), pero nunca más sería así, ya
que Olivia decidió que, en lugar de una, podían ser dos cosas las
que esa noche cambiaran. A partir de aquel día el cielo nocturno
cambiaría de color, pues ella se levantó de la cama, abrió la
ventana y susurró a los pequeños soles una frase tan simple como
significativa: Os amo, estrellas, demasiado como para tener miedo
la noche.