Corrí libre de cualquier preocupación mientras me dirigía a la cabaña del pequeño
bosquecito detrás de mi casa. Escondida entre los grandes árboles y la verde vegetación,
se encontraba mi refugio, mi lugar, mi libertad, pues una vez que abría con dificultad la
pesada puerta de madera y me acurrucaba en una esquina, todo a mi alrededor se
transformaba.
Aquella noche cogí de la amplia estantería el libro "Momo" de Michael Ende, lo habría
leído unas cien veces, pero nunca me cansaba.
De repente, en vez de un mullido cojín bordado, note la fría y dura piedra, ya estaba en
el antiguo anfiteatro, y al fondo, tras el pequeño agujero de la pared me esperaba Momo
con su gran abrigo y debajo de su brazo, Casiopea, la tortuga.
Juntas pasamos la tarde, hasta que la oscuridad se cernió sobre mí, sin poder seguir mi
aventura por el tiempo.
Me levanté, pose el libro de nuevo en la estantería, y volví a mi solitaria casa.
Me tumbe en la cama, había pasado tanto tiempo, pero ahí estaba, esperando aún el beso
de buenas noches de mi querida madre.
Cerré los ojos y susurre a la soledad: "Buenas noches sol, buenos días luna".