Hacía frío, mucho frío. Tampoco había luz. Todo rastro de vida se había perdido en aquel páramo
oscuro y desolador. La oscuridad me envolvía en su frío abrazo. ¿Estaba vivo... o muerto? Poco
importaba. Ni siquiera podía moverme. Las manos pegadas al pecho, las piernas estiradas e
inmóviles. Descendía. Descendía al pozo del dolor y al de la amargura. Sin poder hacer nada.
Notaba la desesperación. El silencio hacía daño. El corazón se agitaba y mi pecho convulsionaba
sin control. Mis pies querían moverse, en vano. Mis dedos desprenderse de aquellas invisibles
ataduras, también inútilmente. Me costaba respirar. Un ardor caluroso se arrinconó alrededor de mi
cara, desesperado, ansiando aire. El cuerpo empezó a entumecerse, las piernas dejaron de responder,
dejé de sentir el vientre, el corazón latía muy débilmente. Y no podía hacer nada, salvo descender,
cada segundo notaba que mi cuerpo se apagaba. Aquel frío que ya había recorrido todo mi cuerpo,
empezó su asalto hacia el último resquicio de calor. Su paso por el cuello fue como la opresión de
dos manos. Aquella presión sobre la cara fue insoportable y cada vez más dolorosa. La resistencia
era inútil. El final era inevitable.
De pronto...Piiiiiip... El corazón dejó de latir y el cuerpo murió. Pero el dolor persistía.
Entonces, volví a nacer.