Gimbya
nunca tuvo Navidad. Nueve meses antes, un pequeño bote había cambiado su suerte
para siempre y aquella noche, después de cenar y cantar en aquella casa de
acogida, podría dormir con sábanas de raso; dormir… y soñar. Pero sus párpados
ocultaban un sueño con mazapán rancio y chocolate amargo. Un belén de luces
mortecinas y peces sedientos coleteando en el cauce seco de los ríos. Ocas
apáticas con aires marciales, pastores indolentes achicando gritos en un pozo
sin fondo y centuriones con sonrisas de plástico. Aparecieron también camellos
fantásticos con lenguas de siete metros y jorobas preñadas de ilusiones
muertas. El decorado se inundó de nonatos negros con lavanderas y matronas
indiferentes que esterilizaban al fuego sus propias manos.
Gimbya se
despertó con el estruendo de un petardo. Jadeaba. La casa estaba en silencio.
La ventana guardaba un paisaje de ladrillos y una franja de cielo sin
estrellas. Otro petardo y una contracción agitaron al mismo tiempo sus
entrañas. Fue entonces cuando desaparecieron todos los fantasmas de su sueño.
Acarició su vientre… cerró los ojos.
Sus
párpados le ofrecieron entonces el cielo limpio y completo de su aldea. El olor
profundo y misterioso de la sabana llegó con la fuerza incontenible de miles de
ñus en estampida. Se abrieron de par en par los pétalos de su esperanza y
surgió la belleza que solo puede germinar en el estiércol y la miseria.