El viento azota mi cara. El frío nocturno eriza mi vello y mis manos se aferran a su
cintura. Me atraganto con el apretado nudo de mi garganta y veo borroso por las
lágrimas que amenazan con saltar al vacío. Odio enfadarme con ella. Acelera con furia,
y me ciño a ella. Carretera, coches, luces y semáforos desaparecen de mis pupilas
nerviosas.
Aprieto mis parpados.
La moto se descontrola y oigo un chirrido. Mi cuerpo se despega y caemos en el duro
asfalto. Me golpeo en la cabeza. No puedo moverme, ni mantener mis parpados
abiertos, así que los cierro.
Me despierto y siento la sangre en mi frente, mis huesos rotos y cada rasguño. Me llevo
una mano a la brecha, y no hay sangre. Miro mi piel, y está intacta. No lo entiendo. Me
levanto y me encuentro destrozada en el suelo, tiesa. ¿Estoy muerta? Me volteo y veo a
mi hermana. Su pulso se detiene. Grito, grito, pero no sale mi voz.
Estamos solas. Morirá si no hago algo. Saco su móvil del bolsillo pero caigo de rodillas.
Una presión estalla en mi espalda, perforándome la piel. Me desgarra y grito. Entonces
veo unas enormes alas blancas salen de mi espalda. Soy un ángel. Su ángel de la guarda.
La cojo de la mano y agacho la cabeza. Y entonces, sus frágiles latidos vuelven a
golpear contra su pecho. Y aunque no estoy viva, me siento más viva que nunca, porque
he nacido para protegerla.