Todos los ángeles esperaban impacientes la noticia del Señor. Algunos se
preguntaban quién sería el afortunado que marcharía al mundo de los mortales
y aprendería de ellos.
Otros cruzaban los dedos para que ninguno de ellos tuviera la mala suerte de
ser arrojado por debajo de los cielos celestiales y convertirse en tal
insignificante criatura como lo era el ser humano.
Eyael era un ángel joven. Aunque no envejecieran por los siglos de los siglos,
sus almas sí lo hacían y la suya todavía debía aprender. Por ello casi todas las
almas de los ángeles caídos eran jóvenes.
El ángel se sorprendió cuando Dios lo llamó al trono y le anunció su caída.
-Soy el ángel de la justicia-dijo, con algo de timidez-No veo qué he podido
hacer como para merecer tal castigo.
-Lo sé, y ese es el motivo por el cual te envío. Te enviaré a la Tierra para que
puedas aportar tu don y para que tu joven alma aprenda sobre lo que hay más
allá del cielo.
-No sé cómo podré vivir allí, si la muerte rebosa por los costados de la
humanidad. ¿Es eso cierto?
-Es cierto. Entre los hombres vas a sufrir y sentirás mucho dolor. Conocerás el
hambre, la enfermedad, la agonía, la lucha, la pobreza…
-¿Por qué me envías a un lugar tan cruel?
-Porque vas conocer lo que antes ignorabas, respetar a lo que no dabas
importancia, aprenderás a valorar todo cuanto te rodea y sobre todo,
aprenderás a amar.