Diego terminó
de colocar el colchón en la nueva celda y se frotó los ojos rojos de no haber dormido.
Un compañero tuvo algún que otro problema con la salud y le tocó a él hacer los
honores, aunque tampoco le importaba. Le gustaba su trabajo, nada como
levantarse bien temprano para dar paseos por entre los mayores asesinos de su
provincia. Algunas veces incluso le contaban resquicios de su infancia y de su
familia (viva o muerta), otras ignoraban su paso por allí o le dedicaban
insultos y amenazas mientras clavaban una mirada siniestra en su espalda. Pero
por muchas cosas que escuchase, Diego seguía a un lado de las rejas, esas
hermosas barras de metal que le protegían de todo horror posible.
O quizá no
de todos.
Al llevar un
día fuera de casa no sabía nada de las noticias, únicamente tenía constancia de
la visita de su hermano a su madre, quien se había alegrado de poder hacer su
guiso especial a alguien. La siguiente noticia se la transmitió su superior. “Prepara
una habitación, tienes un nuevo amigo mata-familiares de los tuyos.”, le dijo
entre bocanada y bocanada de humo.
Como un niño
con su caramelo nuevo, fantaseaba de camino a la entrada sobre el aspecto del desconocido
preso. ¿Sería joven o maduro? ¿Rubio o moreno? Y lo más importante, ¿qué habrá
hecho? El policía acompañante le informó del suceso: descuartizó a su madre.
Pero Diego sólo se echó a temblar cuando vio a su hermano esposado.