Con ojos de ocho años (Categoría Juvenil)

— ¡Un águila! —exclamó un monitor, y todos se acercaron.

   Me subí a una roca y la observé, pero aquello no era un águila: era un dragón, un dragón cobrizo. 

— ¡Es un águila imperial! —dijo mi hermano, mirando a la criatura con los anteojos de papá.

   Mi hermano había venido a la excursión como monitor, y sospechaba que lo hacía porque le gustaba Sara, pero no se lo pregunté.

 — Toma, chico —me tendió los anteojos. 

   Pegué mis ojos a los incómodos y diminutos cristales de aquel aparato, y lo observé. ¿Cómo podía mi hermano no verlo? Era grande, muy grande, y lo podía distinguir perfectamente. Veía su cuerpo cubierto de escamas que brillaban más que cualquier estrella; sus potentes y firmes alas membranosas, que cortaban el aire como si de queso se tratara; sus fuertes patas y sus afiladas zarpas, su cola de serpiente y sus retorcidos cuernos amarillentos. 

  Sí, sí, no había duda; aquello era un dragón. Le devolví los anteojos.

 — Podéis ir a jugar —nos dio permiso Sara. 

 Los demás chicos de mi edad se marcharon corriendo y sin dejar de reír.

 — Eso es un dragón —le dije, muy serio, a mi hermano. 

  Él sonrió y me alborotó el pelo.

— Claro, chavalín. Anda, vete a jugar.

 Me fui arrastrando los pies y refunfuñando interiormente. Con ocho años, no era ningún chavalín; si me ponía de puntillas, rozaba el cielo con la punta de los dedos, y de un salto, cogía la luna. 

Pero todos eran demasiado mayores para verlo.