Cuando Julián dejó de comer y de dormir, le quitaron el ordenador. Había cambiado su
triste y lúgubre realidad por la que veía reflejada entre luces y píxeles, un universo
distinto, onírico y fantasioso pero, al mismo tiempo, mucho más real que la cotidianidad
de su existencia mustia, en el que los dragones, los magos, las ninfas y los elfos eran los
protagonistas de historias mágicas que podía controlar A la mañana siguiente seguía en
la cama. No había ido al colegio. Cuando su madre se dio cuenta de lo que parecía una
rabieta infantil, un acto vengativo de rebeldía juvenil, incluso de síndrome de
abstinencia, fue a su habitación para despertarle de su sueño y de su cólera. Le llamó
una vez. Volvió a llamarle, pero no hubo respuesta. El frenesí de las sirenas no
consiguió silenciar el llanto desgarrador de una madre incapaz de no sentirse culpable y
de perdonarse a sí misma, ni entonces ni varios meses más tarde de hundirse en aquel
coma misterioso, cuando su madre creaba un perfil mágico dentro del juego de rol en su
aturdida y desesperanzada búsqueda de una explicación. El personaje de su hijo era un
mago de nombre latino en un virtual poblado medieval. Le observó a través de una
lágrima, y mientras apagaba el ordenador, apareció un mensaje: Hola, mamá. Os he
echado de menos.