Sencillamente la cosa no es tan tonta como parece. Es más. Retrotraerme a una situación
tan surrealista, rocambolesca e ilógica, me produce tal ataque de risa que mis poros
comienzan a supurar tinto de verano. Y es que el hecho de mordisquear, como el que no
quiere la cosa, un limón bien madurito, de esos que te hacen guiñar los ojos cual cierto
apretón intestinal, el extender sobre mi dermis una buena cantidad de gaseosa bien
carbonatada y burbujeante con el único objetivo de refrescar mi persona a la par que un
cosquilleante placer se me propaga en forma de colleja bajo los abuelillos de mi nuca,
debajo de mi cabello, y el finalizar el ritual lavándome los conductos auditivos con un
brick de marca blanca de tintorro, económico y bien agradecido ante emergencias
culinarias de último momento por aquello de que viene la tía Paca con las rebajas y “el
Malolo” a comer; todo ello, al encontrarse en plena rotonda del scalextric estomacal,
genera una reacción químico-compulsiva que, los innumerables poros que abarrotan la
primera capa dérmica, comienzan a segregar un litro y tres cuartos de tinto de verano
haciéndome recordar una de las fuentes de los jardines de Aranjuez. Y ahí me tiene usted,
frente al espejo embadurnado de churretes de dicho maná líquido-estival, pensando qué
hubiera sucedido si en vez de saciarme del ácido limonero me da por restregarme por las
axilas, a modo de desodorante, una guindilla picantona.