La guerra de los mosquitos

Cuando salimos al porche para cenar al fresco, no hay menos de media docena de mosquitos esperándonos. Papá les ha declarado la guerra abierta. Armado con un paño de cocina, los va espantando, a la espera de que se posen sobre las paredes blancas. Mi misión es la de estar atento para localizarlos allí. Entonces se levanta sigiloso y dispara su arma-paño. Falla muchas veces. Si nos sobrevuelan muy cerca, recurre a la guerra antiaérea con las palmas de sus manos para aplastarlos al vuelo. Pero ellos son aviadores expertos, y también el número de fracasos es elevado. 

Mamá cree que los atrae la luz, así que nos servimos solo de la del cielo, que va menguando conforme anochece, y alguna vez nos lleva a confundir los alimentos. Cuando terminamos, regresamos a la seguridad del interior de casa con no menos de tres picaduras por barba. 

La guerra parece no tener fin. Papá aplaude a las salamanquesas que a veces aparecen por las paredes; dice que son nuestras aliadas. También se alegra cuando ve algún murciélago por fuera, con su errático vuelo, porque dice que ellos evitan que los mosquitos vengan en tropel. Parece que el alto mando de ellos envía refuerzos cada día para reponer las bajas. Mamá dice que solo cuando llegue el frío se detendrán los ataques. Y yo imagino que somos rusos resistiendo al enemigo a la espera del invierno, y que el Napoleón o Hitler mosquito caerá también derrotado como ellos.