Todo cuanto contemplo me recuerda que vivir es cuestión de conocer, lo mejor posible,
aquello que te pertenece. Ya sea un edificio vacío. Ya sea un edificio repleto de gente
dispuesta a sacarle el máximo rendimiento. Uno que acomode, debidamente, los
motivos de por qué tanta verdad. De por qué tanto absolutismo absurdo. Se puede vivir
en plena confianza de ser uno mismo simplemente observando la realidad exterior. Esa
que explica el caos existente mediante el uso de la cercanía. La cercanía de las sombras
de la calle o, la cercanía de las palabras del hombre. Aquel que practica el insano
ejercicio de enturbiar el instante con estúpidas frases hechas. Algo erróneo cuando, el
proyecto de futuro, es una acertada componenda de ciudades prefabricadas. Valencia,
Barcelona, Londres o Roma, cualquiera sirve como ejemplo de ciudades hechas a sí
mismas. Hechas con esmero, vivo reflejo de sus exquisitos habitantes. Esos que viven
en un edificio vacío a la espera del auge de la mejor de las vidas. Las extrañas vidas de
una ciudad como Madrid que suele soslayar el espíritu del que piensa de más. Del que
juega con las cartas justas en los recreos del conocimiento. Esos que,
inquebrantablemente, aparecen cada cambio de siglo para recordarnos que existen
ciudades que son todo un reino de reajustes. Todo un reino de sabiduría adaptada a unos
momentos colmados de alegría, paz y felicidad. Lo que es y siempre será, Valencia.