Eran las cuatro de la madrugada del miércoles 8 de junio. Unos sonidos provocaron
que me despertara. Eran muy extraños. Me levanté y fui al cuarto de baño para
echarme agua en la cara. Estaba bastante nervioso. Los sonidos se volvían a escuchar.
Venían del salón. Asustado, fui para ver de qué se trataba y me asomé. Miré para
todos lados. Observé que el perro se encontraba junto a la jaula de mi coneja. La jaula
estaba abierta y un charco de sangre manchaba la alfombra. Me dirigí hacia el perro
con enfado pero, antes de que pudiera acercarme, escuché de nuevo aquellos
escalofriantes ruidos. Me di la vuelta lentamente para regresar. Me encontraba frente
al pasillo. Estaba oscuro. Los sonidos me guiaban a la sala de estar. Allí no hubo nada
que llamara mi atención.
Aunque no encontré nada ya no podía dormir. Finalmente, me dirigí a mi habitación
cuando, sin esperarlo, me di un traspié que provocó que cayera rodando por las
escaleras. Terminé en el sótano. Me levanté como pude y, al mirar al suelo, vi otro
charco de sangre. Este llegaba al final de aquel frío lugar. Todo estaba en silencio ya.
Siguiendo aquel rastro, me aproximé al fondo y me topé frente a una puerta. La abrí.
Al entrar miré al suelo y pude comprobar con asombro que seis nuevos individuos
ocupaban mi casa. Eran seis gazapos preciosos que había parido mi coneja.